Ayer, en el andén del subte, por la tarde, al salir del trabajo, vi como un hombre rompía a una mujer. Le arrojó un puñado de palabras con la mano derecha, como si las hubiera dejado escapar de un cubilete. Luego jugó su frase, dio media vuelta y se largó, refugiándose en su nuca, su capote negro y sus auriculares blancos. Ella, embotada en un gamulán color miel, dejó caer los brazos y las palmas de sus manos, tal vez acompañando un "¿por qué?" resignado.
El muchacho ya se había decidido y ni siquiera los molinetes antiguos pudieron frenarle el paso o virarle la mirada.
Arribó el coche, azul, como todos los días. Ella se quedó un instante viendo las ventanas vacías, pero sin mirarlas, como quien encuentra el abrazo cálido en una columna o un matafuego. Una lágrima comenzó a resbalar por su pómulo derecho y ella acudió con la yema del índice izquierdo a salvarla, a disimularla. El tren paró, se abrieron las puertas. Entró, siguiendo la tropilla que vuelve a casa, y se quedó parada, aferrada a un pasamano, aunque había asientos libres. Pensé: ¡qué desdicha esto del amor en la ciudad: quien lo tiene lo desprecia, y quien lo ansía no lo encuentra!.
Arribó el coche, azul, como todos los días. Ella se quedó un instante viendo las ventanas vacías, pero sin mirarlas, como quien encuentra el abrazo cálido en una columna o un matafuego. Una lágrima comenzó a resbalar por su pómulo derecho y ella acudió con la yema del índice izquierdo a salvarla, a disimularla. El tren paró, se abrieron las puertas. Entró, siguiendo la tropilla que vuelve a casa, y se quedó parada, aferrada a un pasamano, aunque había asientos libres. Pensé: ¡qué desdicha esto del amor en la ciudad: quien lo tiene lo desprecia, y quien lo ansía no lo encuentra!.
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