10 de julio de 2010



Volvió a aparecer. Hace mucho que no venía y ya lo estaba extrañando. Siempre vuelve. Siempre está guardado y cada tanto asoma para que no olvide que existe.
Una terraza de tres por tres, vista desde el cielo. Piso veintiuno de un edificio blanco, gastado. Baldosas terracota, sin baranda o escalón, con división color negra.
El vacío está alrededor. Tres laterales se amigan con la nada misma, mientras que el otro, sin balcones, baja hasta desplomarse contra la vereda. Ahí nomás descansan dos autos: uno es rojo y el otro celeste. No sé de qué marca o modelo son, se ven chiquitos, ínfimos. No hay tránsito. Ni siquiera un viejo sin algo para hacer o un pibe pateando una bocha de papel. 
La pizzería tiene la cortina baja. El kiosco también. Sopla pobre el viento y lento mueve a cinco nubes fofas. No hace calor, tampoco frío. Parecen... no sé, las seis de un día de otoño, supongo.
Ahí estoy, revolcándome en las baldosas terracota, desbordado por la lentitud de esas nubes gordas que no sé adónde van ni para qué.
Me olvidé el reloj, la billetera y el celular en algún lado que no recuerdo, porque nunca tuve antes. Tampoco sé cómo llegué ahí, arriba. No recuerdo ascensor o escalera, ni pasillos o puertas. La única posta es que el abismo está a dos Adidas SL-72 y que las alturas me hacen bajar el guapo y mascar saliva.
Giro el cuerpo. Apoyo el mentón en una baldosa, me arrastro por el piso, hasta el límite, y asomo al precipicio: los dos autos que están abajo se parecen zarpado a los de colección que me regalaron para mi cumpleaños de cinco.
Respiro rápido y se me filtra algo de angustia. Media vuelta, de cagón, y a fijar la mirada en el cielo con la espalda sobre el terracota. Inspiro. Vuelve el alivio de lo quieto. Vuelvo a seguro. Me siento seguro. Tanto que canchereo una sonrisa. Y mientras río el piso vibra y se achica. Con cada carcajada se va un hilera de baldosas. Reboto. Se va la mueca y soy pálido. Resbalo con miedo, hacia el precipicio.
Es una caída libre zarpada en prolija. A pique, de bruces. Grito y bombeo sangre. Rasguño el aire buscando un algo para agarrar, un seguro, pero nada.
Adelanto e imagino el ruido rígido de Nicolás contra el pavimento. Escucho el "pafff!", seco, del aterrizaje. "Al menos no voy tener que ir al trabajo", pienso en media décima de segundo.
Conmigo se va la distancia y todo lo que siempre quise. "Me hubiera gustado hacer tantas cosas", lamento en otra media décima. Empiezo a hacerme la idea del fin, del velorio en la casa de mis viejos en la que despedimos a todos mis abuelos. Imagino los abrazos truchos, flácidos; los fingidos deseos de pésame; las caras lloronas de los primos que asisten aunque no los veo desde la caída del imperio de mi tía abuela, esa que nos regaló todo y que luego nos hizo pelear por herencia.
Falta poco, menos. La calle está más cerca que nunca. Tan cerca que me doy por vencido. Suelto todo y a la mierda. ¡Listoooo!. Se van los cientos de discos; los libros; las fotos de las vacaciones de pendejo en la puerta; las botas con la tierra roja de Misiones; las cajas con los souvenirs de los viajes; las películas; los amigos de mierda; los queridos... "Y ahora que soy liviano que venga. Quiero hacerme crack enterito, bien hecho mierda". Pero la piña no llega. Le grito "¡Vení!" como invitándola a boxear, pero no viene. Nunca. Yo que estaba tan listo para que duela, pero ni mierda, no llega y ahora quiero, pero no entiendo.
Entonces giro y veo como dos brazos de asfalto se asoman del pavimento, abiertos, esperándome, como una cuna. Me atajan, me cubren de gris y soy látex de alquitrán. 
La piña es agradable, calurosa. Tanto que me quiero quedar ahí, al menos por unas décimas, para ordenar.
La calle amortigua el encontronazo y me siento amado. Le digo que la quiero, pero le importa un huevo. Me descarta como a un volante, no le intereso. Me devuelve entero e intacto a la superficie. Me regala un beso frío e intenso y se vuelve para adentro, cierra la alcantarilla. Entonces, la soledad. La nada de la ciudad y yo, juntos, como siempre, tan juntos y tan distantes al mismo tiempo.
Estoy de pie, en medio del auto rojo y del celeste. Son dos Ford Falcon Deluxe 3.0, como los que tenía mi viejo cuando era pendejo. Tengo frío. Llueve. Las gotas caen como avispas y pican. Miro hacia arriba y veo como se agitan los faroles que cuelgan de los cables. Miro para abajo y veo como mi sombra pega la vuelta en la esquina.
Pongo las manos en los bolsillos, sin mirar atrás, y le meto marcha a mis Adidas. Hago dos pasos, hecho un bostezo. Doblo en la esquina. A la media cuadra estoy despierto...

6 de julio de 2010

Los hijos de ahora


Así somos. Tenemos pavor a lo nuevo y desconocido (pero luego nos acostumbramos). Guapos para las palabras, torpes para los actos. La fantasía mete prisa y siempre nos presagia un cielo de fracasos. Los días huyen de nuestros corazones, y hace varios otoños que no cae un amor fresco que nos derrote. Todo eso que nos rodea está flotando, pero tenemos miedo a tomarlo.