17 de octubre de 2007
Inés
Él está sentado sobre las baldosas blancas de la cocina, con la espalda reposada en un mueble marrón que descansa debajo de la pileta de lavar los platos. Ella está en el living, sentada, con sus labios apoyados en una bombilla de plata. Entre ellos, una cortina de finísimos filamentos de seda blanca y el espacio, tan infinito, que los une y que, al mismo tiempo, los separa.
El siente taquicardia, el pulso acelerado, los ojos con cataratas. Mantiene la vista fija en su cuerpo de lana, en su andar sereno, en su rodete rubio como cabello de angel y en sus dedos de pianista, sutiles, delicados, esbeltos. Ella, mientras tanto, vive. Merodea entre la mesa, la silla de madera blanca con almohadón turquesa y una hornalla. Transforma servilletas de papel en plumas y sirve tragos de agua hervida que guarda en una pequeña pava de plata.
La única música es la de las pestañas; la del responso de los suspiros; la del viento que asoma chismoso por la rendija de la ventana.
El se llena con su aroma, que está escondido detrás de cada objeto que vislumbraba. Sus pequeños dotes de bailarina trasforman a las paredes y al piso caoba encerado en los espectadores del más álgido de los besos y del más ferovoroso de los abrazos.
Así pasan la tarde, callados, tropezando.
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